8 de diciembre de 2014

Lo que la dieta cetogénica significa para mí

Que tu medicina sea tu alimento, y tu alimento tu medicina.
Hipócrates de Cos (5 a.C. - IV a.C.)

Yo solía ser un mal diabético. Cuando tenía trece o catorce años, comía de cualquier cosa que mi madre pusiese en casa, inyectándome a ojo una cantidad determinada de insulina para intentar cubrirlo. Sé que hay muchos diabéticos por ahí que siguen haciendo las cosas de esa manera, y hasta un cierto momento de mi vida, no me importaba demasiado lo que apareciese en la pantalla de mi glucómetro. A veces los números me indicaban que debía hacer cambios, y otras veces no.

Empezar a cuidarse tiene mucho que ver con la madurez, y soy culpable de tener una tendencia prejuiciosa a juzgar lo maduro que es un paciente de diabetes en base al grado de control que tiene respecto a su enfermedad. Puedo recordar el momento en que empecé a conectar mis emociones con aquello que mi glucómetro me contaba. Llevaba un tiempo ganando peso porque mis hábitos alimenticios estaban muy lejos de ser perfectos (más de 90 unidades de insulina diarias para 65 o 70 kilos de peso), y aquel día, después de un desayuno muy harinoso, me encontré con una glucosa en sangre de más de 300. Nunca había sido proclive a tener subidas de ese tipo, pero tampoco me preocupaba andar cerca  de los 200. En ese tiempo, me habían entregado una analítica que indicaba una glicosilada de 8.5. Uf.


Ni las visitas a endocrinos privados, ni las dietas por raciones me ayudaban demasiado. Yo mismo había descubierto que mi control mejoraba de forma radical si me inyectaba menos unidades de insulina, es decir, comiendo menores cantidades, pero no lograba establecer una conexión directa por la que aquello ocurría. Así que empecé a identificar, poco a poco, qué alimentos tendían a estropear mi control. De esa primera criba, decidí dejar de comer pan en las comidas. Luego, dejé el arroz. Finalmente, observé que la pasta me producía subidas inexplicables hasta 3 horas después de haber comido. Y a partir de ahí, empecé a mejorar mi control. Para mí, resultaba de lógica optar por dejar esos alimentos. Si me comía un plato de arroz mediano debía inyectarme quince unidades de insulina rápida, pero para un par de filetes me bastaba con dos. Primero, una glicosilada de 7.3. Luego, una de 7.1. La tercera fue de 6.5. Inexplicable. 

Lo curioso es que, a pesar de todo, seguía evitando comer grasa en la medida de lo posible. Pensaba que no podía basar mi dieta en grasas y proteínas, porque si no mi salud, más allá de mis cifras de glucosa, se resentiría bastante. Y sin embargo, mi presión arterial era baja. Mi colesterol estaba por debajo de la media. Los triglicéridos, igual. Y ahora me inyectaba unas 30 unidades diarias, muy lejos de los atracones insulínicos de antes. Y unos años después, la ciencia me explicaba por qué mi salud era perfecta a pesar de sobrevivir a base de proteínas y grasas. Lo que pasaba era que estaba descubriendo, por mí mismo, las Leyes de los Números Pequeños, y para ello estaba recorriendo el mismo camino que Richard K. Bernstein había recorrido muchas décadas atrás. 

La dieta baja en carbohidratos aplicada a la diabetes que llevo siguiendo tantos años puede resumirse en una frase: pequeñas decisiones sólo pueden llevar a pequeños errores. Elijo conscientemente no comer alimentos ricos en carbohidratos por muchos motivos: beneficios de salud, mejor control de la glucosa, excelente rendimiento cognitivo. Pero el motivo más grande por el que no quiero abandonar este estilo de vida también puede resumirse en una palabra: libertad. Es el único régimen alimenticio que me ha dado un respiro. El único que me ha hecho olvidarme de la diabetes durante horas sin comprometer mi control. 

Para explicarlo, pongamos un ejemplo. Un día cualquiera, decido ir a un lugar donde voy a estar toda la tarde sin tener una oportunidad para sacar el glucómetro y ver cómo tengo la glucosa. O quizás, simplemente, pienso que no me va a apetecer hacerlo. Si antes de ir allí almuerzo en casa, puedo comerme un plato de salmón con brócoli y un trozo de queso de postre. Para ello, necesitaré entre 1 y 3 unidades de insulina. Una sola unidad puede dejarme alto, y 3 pueden hacerme caer en una hipoglucemia. Así que decido inyectarme 2. Si me he equivocado y es poca insulina, sé que el margen de error es tan pequeño que lo más alto que podré estar será 160. Difícilmente será demasiada insulina como para hacerme caer en una hipoglucemia, así que lo más probable es que dos horas después de comer me mantenga en rangos normales. 

Si en lugar de eso quisiese comer un plato de macarrones con tomate frito, tendría que inyectarme, por ejemplo, 12 unidades de insulina rápida. Pero si me he equivocado y realmente necesito dos unidades más, es posible que mi glucosa suba a 250. Si me he equivocado y necesito dos unidades menos, voy a sufrir una hipoglucemia en medio de mis actividades. A eso, añádele la preocupación puramente psicológica de no saber qué va a ocurrir. La diabetes, una vez más, metiéndose en el desarrollo normal de mi vida. 

Con pequeñas cantidades de insulina, no pago mis errores con un precio excesivo. Puedo comer mayores cantidades. Mi mente se da un respiro para dedicar el resto del día a actividades normales. Puedo olvidarme de la diabetes y vivir, por momentos, como si no tuviese la enfermedad. Es definitivamente lo más cerca a no padecer diabetes que tendremos hasta dentro de mucho tiempo, si finalmente llega alguna solución. 

Lo admito: es muy difícil explicar a los demás el tipo de alimentación que llevo. En un mundo cargado de azúcares, vivo en un oasis que hace pensar a los demás que estoy loco. Pero los motivos anteriores me hacen seguir adelante con ilusión. Gracias, cetosis. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario